jueves, 8 de octubre de 2020

Un día a la vez

 Últimamente ando algo nostálgica, algo confundida. Me cuesta ponerle palabras a mis emociones. Siento en otro idioma. Y eso me sorprendre. Me da miedo. Como si una parte de mí se perdiera. Como si me fuera imposible volver a conectar con mis raíces y con todo lo que era antes de poner un pie en esta ciudad. Pienso mucho en Lima. Mi ciudad gris y húmeda. En mi carro viejo color verde oscuro. En esos trayectos de "vuelta" a casa, que eran voluntariamente más largos de lo previsto. Cuánto placer me daba escuchar aquel rock latinoamericano de los 80s, a veces un poco animado y alocado, otras más tranquilo y profundo, Cerati y Spinetta, y la ventanas totalmente abajo para dejar entrar el olor a mar del Pacífico...ese que tanto me encanta. Ese que ahora extraño y que no se puede reemplazar con el Mediterráneo. Una que otra vez me encontré perdida, siempre a propósito, en alguna callecita de Barranco. Siempre a media tarde. Próxima la hora del lonche. Ese instante preciso en donde era posible ver a los abuelos salir a comprar el pan, única excusa para dar una vuelta y respirar la ciudad. Siempre he creído que a esta hora precisa, entre las 4 y 5 de la tarde, la ciudad huele distinto, se vive de otra manera. Y para mí era la hora de perderme, de dejarlo todo, estacionar el auto y lanzarme a explorar. Detenerme quizás por un café, sentarme sola y saborearlo hasta el último trago. Pensar, pensar mucho, pensar con nostalgia, pensar con anhelo de lo que vendría luego, idealizar.

No sé qué se me dio cuando decidí dejar la ciudad y cruzar el océano. No sé qué estaba buscando. Solo sé que de pronto me rompieron una vez más el corazón y con este hecho trizas decidí partir. En busca de nuevas aventuras, siempre. Me subí a ese avión por un vuelo de más de diez horas con dos escalas en gringolandia y repentinamente ya estaba en París. No sabía nada de esta ciudad más que todos sus clichés. Torre Eiffel, vino, queso, lujo, arte, humo de cigarro, ratas. Eso era París para mí.

Ya son cuatro años aquí, sin contar el primero del intercambio de estudios donde al volver a Lima, sé que nunca volví realmente. En parte me arrepiento de no haber vuelto totalmente esa última vez. Me habría gustado saber que esa última vez sería realmente la última en la que sería yo. Y es que he cambiado mucho en todo este tiempo. Todo pasó muy rápido, a veces un poco más lento. Mi vida se volvió un huracán de la noche a la mañana. Supe reponerme de ello. Porque al final después de la tormenta siempre viene la calma. Pero al hacerlo jamás volví a ser la misma. Y me pregunto hoy si estoy feliz con la versión de lo que soy. Tres diplomas bajo el brazo, más estabilidad económica, papeles en regla, un grupo de amigos, bilingue francés al oral y al escrito, enamorada. 

Una vez mi terapeuta me dijo que debía trabajar ese sentimiento constante de vacío. La verdad es que nunca he sabido hacerlo más que llenándome de cosas. En mi cabeza suena lógico. Porque lo opuesto a lo vacío es lo lleno. Y ese ha sido mi ejercicio desde entonces. Sin embargo, algo me falta. Todavía me falta algo. Y me carcome admitirlo. Entonces lo digo aquí, donde hay grandes posibilidades de que nadie lo lea o de que lo lea gente que no me conoce en la vida real. 

Por ratos me siento en piloto automático. Tiendo a idealizar el pasado, como si hubiera sido buenos tiempos. Me olvido de los instantes grises que lo compusieron. Hasta que toco mis heridas de nuevo, las cicatrices que me quedaron, me miro al espejo y me doy cuenta que no soy la misma. Entonces siento compasión. Enduré demasiado. A veces compartiendo ese dolor con los que me rodeaban, a veces en silencio. Y es en este donde fui poco a poco dejando atrás lo que quedaba de mí, esa muchachilla entusiasta por subirse y bajarse de los aviones y llegar a nuevas ciudades, esa muchachilla que no le tenía miedo a una vida llena de amores accidentados, esa muchachilla que podía verse al espejo y besarse entera el cuerpo con todas sus imperfecciones. Ahora que me siento en automático y un poco desorientada mi mente suele jugar conmigo de forma maquiavélica. Me hace anhelar los instantes más adrenalínicos de mi proceso. Me hace idealizarlos y me olvido de lo esencial. No sé si a todos nos pasa. En todo caso, hoy me siento así. Y a veces me encuentro autosaboteándome en el presente cuando a decir verdad este es mucho mejor que mi pasado. 

Lo admito, siento verguenza. Intento no ser dura conmigo misma. Al fin de cuentas siempre me divirtió un poco bailar en vaivén con mis demonios. Sé que esta parte oscura me constituye. Y hoy, no sé por qué, no sé hasta cuando, pero está aquí y me habita un poco más fuerte que hace unos meses. Quizás son los cambios. Admito que a veces no quiero dialogar con este lado mío porque me da miedo perder el "equilibrio" o mejor dicho, perder el "control". No sé si confío lo suficientement en mí para permitirme correr ese riesgo. Lo único que sé es que esta es mi batalla desde hace un tiempo. Justo en el momento donde los imperativos se acabaron, donde empecé la transición que acompaña el haber cerrado un ciclo, en mi caso académico, en donde decidí decirle sí a un futuro con alguien más. No sé qué me depara la vida. No sé cuánto tiempo me tome hasta sentirme menos vacía, no sé qué es lo que me haría sentirme mejor. Lo que sé por el instante es que necesitaba escribir esta cosa sin sentido, ponerle palabras, mis palabras. Un día a la vez.


Cambio y fuera.